-Suena la alarma del viejo reloj-
Ya son las doce de la noche. Me estiro.
Como todas las noches intento pensar
que mi nuevo trabajo tiene cosas buenas… no se me ocurre ninguna.
Noto en el estómago un vacío al que no
soy capaz de acostumbrarme. Tengo hambre y a la vez pensar en comer me produce
una sensación extraña, casi nauseabunda.
Todas las noches lo mismo; me incorporo
del suelo donde dormito y después de ir al baño, vuelvo sobre mis pasos
pensando que no me he puesto las gafas y por eso no me veo reflejado en el
espejo.
Caigo en la cuenta de que ya no
necesito gafas…
Además, para qué quiero verme. Qué más
da cómo me haya quedado hoy el uniforme de trabajo –seguro que como todas las
noches: horroroso-
Maldigo en alto frases incoherentes
mientras pienso en lo que mi madre siempre me decía: -Intenta parecer feliz en
el trabajo. Piensa que eres afortunado de tenerlo-
Pero es que esto no es un trabajo, ¡es
una condena!
Nunca me gustaron las noches.
No por miedo; mas bien por imposición
de mi cabeza que, a partir de media tarde, boicoteaba a mi cuerpo mandándole
señales que me sumían en una especie de letargo del que ya no me desprendía
hasta el día siguiente.
Siempre me gustó dormir.
¿Cómo iba a estar contento con un
trabajo como aquel?
Era lo último que esperaba que me
sucediese.
Me había tocado uno de los hoteles más
modernos de la zona ¡y con más luz!
Bastante me costaba salir al pasillo de
la tercera planta y ponerme a susurrar tonterías cerca de las habitaciones de
los huéspedes todos los días, como para tener que hacerlo a partir de las doce
de la noche... y en ese pasillo tan iluminado.
Era como una broma pesada.
Pero lo peor era arrastrar aquellas
cadenas. Cadenas que pesaban terriblemente y que no sonaban ni asustaban a
nadie.
¡EL HOTEL TENÍA MOQUETA EN TODOS LOS
PISOS!
Así no podía hacer bien mi trabajo.
Y mira que lo comenté en el juicio:
-¿no puedo ser un alma errante en un barco que viaje por aguas tenebrosas del Pacífico
Sur?-
-No, no puedes… Este es el lugar que te
ha tocado. ¡Haber muerto antes!-
Y tenían razón. Ojalá hubiese resbalado
en aquella bañera un par de años antes, quizá entonces habría podido elegir un
destino mejor…
Aunque pensándolo sosegadamente, sólo
tendría que estar asustando en aquella tercera planta el resto de la eternidad.