jueves, 31 de mayo de 2007

CINCO PALABRAS

-La vida es una mierda- dijo.

Yo no comprendía como podía definir de esa manera lo que para mi era un regalo maravilloso.

Me paré, le miré -¿por qué dices eso?-

No hubo respuesta.

Era un chaval de unos 16 años, alto y delgado, caminaba de forma graciosa y se resistía a ver en los adultos un apoyo al que agarrarse en las dificultades propias de su edad.

No era la primera vez que nos veíamos; en mis tardes de mayo, cuando bajaba al parque a ver a los chicos jugar, me había parado a examinar, con más amor paternal que afán por el fútbol, la manera que tenía el muchacho de golpear al balón.

Desde la muerte de mi mujer, pocas cosas me hacían perder esa sensación de soledad que sentía cada vez que pensaba que ya nunca más recuperaría su compañía. Una de aquellas cosas era observar a los niños jugando en el parque.

Allí estábamos los dos, sentados cerca del estanque. No podía reprocharle que hubiera escogido el día más nublado y triste de todo el mes para dirigirme su primera frase y que hubiera elegido esas cinco primeras palabras precisamente.

Le miré y volví a insistir: -¿por qué dices eso? ¿No crees que a tu edad, la vida, merece una oportunidad?-

-Me da igual, todo me da lo mismo- hizo una pausa agónica y zanjó -la vida es una mierda-

Precisamente una buena conversación era lo que más echaba de menos. El problema era que esta no parecía ir a ninguna parte. Daba vueltas sobre sí misma como el perro tonto que cree que su cola no es parte de él y la persigue para morderla.

-Bueno, cuéntame qué es lo que te pasa-

En ese mismo instante, cuando parecía que iba a dar libertad a alguna palabra de las que tenía esclavizadas en lo más hondo de su ser… sonó la alarma de un pequeño reloj que guardaba en su bolsillo izquierdo.

Lo miró. Sus ojos se llenaron de lágrimas y dijo silenciosamente: -es la hora-.

Se levantó, me intentó hacer ver, con un movimiento de hombros, que aquello no me incumbía y salió corriendo.

Aquella fue la última vez que vi a ese muchacho.

Aún hoy, bajo todas las tardes con el deseo de encontrarme delante a aquel chico delgado que caminaba de forma graciosa.